6/6/09

Marcha Tomares-El Rocío: Crónica de Victor R.

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Si las arenas hablaran….

Narra la historia que la guardia pretoriana era el cuerpo militar que servía de escolta y protección a los emperadores romanos, formando una escuadra esencial en desarrollo y protección del Imperio y contribuyendo a la consecución de la Pax Romana. Y casi dos milenios después de que el Emperador Constantino disolviera esta guardia, una nueva cohorte de guerreros ha nacido en el seno de una provincia de Hispalis cuyos hábitos de vida y búsqueda de superación dista mucho de ser el mismo de las antiguas ciudades del Imperio. Dice la historia a su vez, que para pertenecer a esta guardia era requisito superar una fuerte prueba de acceso, de dónde sólo los elegidos salían victoriosos y merecedores de pertenecer a ella: y efectivamente, así ocurrió.


El sábado a las ocho de la tarde, el Polideportivo de Tomares actuó como “Castra Praetoria” para ser punto de partida de lo que considero una prueba dura aunque purificadora al mismo tiempo. Sin más objetivo que pasar una jornada nocturna de aventura y diversión, llegar a El Rocío no se antojaba como un derramamiento exhaustivo de sudor o castigo extremo al cuerpo en pos de un sufrimiento agónico que conduzca a lograr un tiempo o una marca predeterminada, sino un jovial entretenimiento, convivencia y disfrute del paisaje que acompañaba a la motivación intrínseca que cada “soldado” tuviese. Unos primeros tramos de asequible desnivel y terreno nos guían a cubrir el primer tercio del camino; el astro rey, que quiso sonreírnos desde el inicio del recorrido, nos regaló ese calor necesario para elevar la moral y afrontar con optimismo los primeros kilómetros, antes de fundirse en un llameante abrazo con el horizonte y desvanecerse en su regazo hasta que llegasen desde oriente las primeras luces del alba. Así, tras unas primeras dos paradas muy breves y charlas amistosas largas, llegamos a la Juliana para reponer energía con mayor énfasis; un coche a modo de carromato, cargado con neveras y mochilas que contenían un variopinto repertorio de bocadillos, dulces, bebidas y otras comidas de las que se dio buena cuenta, actuaba también como salvaguarda en caso de emergencia, y como elemento motivante cuando se pinchaba el CD con canciones que hacían subir la adrenalina.

Pasaron las horas, y una preciosa noche de luna llena no dejaba entrever el paisaje de pinos de Alnazcázar, a cambio, nos regaló una maravillosa luz que nos sirvió de guía para buscar el lugar de destino; la atmósfera de paz y tranquilidad fue de las que dejan huella en el interior de una persona. El aire, puro y limpio, actuaba en mis pulmones como descontaminante de polución de la ciudad. El silencio de la noche, sólo roto en puntuales instantes por aves nocturnas en plena jornada laboral, era una terapia anti-estrés que hace meses que vengo pidiendo a gritos,….y todo esto, a sólo unos cuantos kilómetros de nuestra antigua urbe romana. Llegar al camping fue otro momento especial en la noche, donde parecía que las mesas y sillas puestas en el exterior nos esperaban a propósito para regalarnos unos minutos de más descanso antes de retomar la marcha.


La anécdota, “el niño” y su bocadillo, al que casi no le da tiempo a dar el primer mordisco ya que los demás hacía rato que habíamos repuesto energías y preparábamos para partir de nuevo. Unos miles de metros más adelante el torrente de emociones seguía desbordándose en mi interior: llegábamos al vado del quema y era el momento de mi “bautismo”. Dicen que es tradición para los primerizos probar esta agua que otorga suerte, y recé para que así sea.

El resultado, tendremos ocasión de comprobarlo con el tiempo, horizonte que vendrá marcado por lo que tarde en volver a ese mismo punto. Y será entonces cuando al mirar atrás y vea mi imagen caminando, pueda comparar lo que he avanzado en este margen, quizás ya sin la necesidad de curar la carcoma interior que hace mella en mi presente, pero que no lo hará en mi futuro. De vuelta a la ruta, y camino de Villamanrique, la torre de su iglesia emerge con fuerza cegadora de entre los pinos. Como iluminada por un rayo divino, nos indica el siguiente alto en el camino; tocaba reponer algunas fuerzas en forma de dulces calorías que un delicioso bizcocho nos aportó, también cambiar calcetines y asimismo, aplicar crema a unos ya castigados pies para facilitar que nos guiasen hasta la aldea. Nos esperaba aún muchos y duros kilómetros de arena por delante y evitar cualquier contratiempo se antojaba como objetivo prioritario a estas alturas de camino.


Al tomar la carretera que nos guiaba hasta la raya real, la iglesia, majestuosa en su resplandor, parecía agitar sus brazos en señal de despedida, anunciando que se acercaba el principio del fin del camino. Unos pocos kilómetros de marcha por asfalto a muy buen ritmo nos llevaron a la última estación de penitencia antes de desembarcar en nuestro destino, nos preparábamos para la “guerra” y había que estar mentalmente listos para ello. Cargar el bidón hasta arriba de agua, algo de comida y sacudir bien la arena de las zapatillas, era el ritual a seguir antes de afrontar el tramo de 20 kilómetros que llegaba al Rocío. 20 kilómetros de parajes de inigualable belleza que la Luna llena situada ahora en lo más alto del cielo sólo nos dejaba entrever en escasas pinceladas. Deslizarse por las arenas de la raya real era una tarea más complicada de lo que podía imaginar. Los metros se transformaban en hectómetros, los hectómetros en kilómetros…y todos ellos de eternas rectas que se perdían en el horizonte. Desplazándonos de izquierda a derecha íbamos en buscar de la mejor trazada para avanzar, llegaba un punto en que cualquier punto parecía impracticable comparado con los lisos carriles que atravesamos con anterioridad, pero el fin estaba cerca y el intenso ritmo de la caminata aligeraba la sensación de lentitud en la marcha. Al fin, las luces de “Palacio” nos indicaban una nueva breve detención para reagrupar a la guardia pretoriana, aunque nada más lejos de la realidad ya que se tornó en el punto inicial de la anécdota de la travesía: una avanzadilla de 6 soldados se dirigía a probar un nuevo atajo en el camino.

El cruce de una verja que suponía ser un recorte a la distancia que quedaba hasta la meta se convirtió en la más cómica caminata que este aspirante a pretoriano recuerda; un carril flanqueado a derecha e izquierda por dos puntos blancos que se sucedían a modo de pasillo interminable, e inquietantes ruidos de movimientos súbitos en la maleza, nos indicaban que aquel atajo no era más que el comienzo de la búsqueda de la salida a la vaqueriza en la que nos habíamos adentrado. Los minutos pasaban y lejos de encontrar la salida caminábamos en círculos añadiendo más metros a nuestras piernas, y sin más posible orientación que la Luna y las estrellas, girábamos a izquierda con nuestra vista fijada en los pinos que podrían ser la frontera que devolviese a la raya real nuestra esperanza. Y así fue, muchos metros después cruzamos una alambrada de espinos que situaba nuestros pies de nuevo en el rumbo predeterminado. La Luna y las estrellas actuaron con el mismo simbolismo que la estrella de Belén hace 2 milenios, nos indicaron el camino y consiguieron devolvernos unos cientos de metros más allá del punto donde nos separamos de nuestros compañeros de aventura. Hora y media de risas y desconcierto para volver a empezar de cero nuestro último tramo de esfuerzo.


El cielo empezaba a teñirse de un color más claro, y unos rayos de luz asomaban con timidez a nuestra espalda, mientras que en el horizonte, el dulce rostro de la luna sólo dejaba sus ojos al descubierto, abandonándonos después de regalarnos su inquietante y poderosa luz durante toda la noche.

Las arenas nos devolvieron a la realidad de la misión, quedaban unos ya escasos 11 mil metros para poder acariciar la “reja” y aunque mermado de fuerzas y con problemas en unos “gemelos” lesionados desde hace días, mi espíritu quería correr para volver a ser libre de toda aquella cadena que me ata a una triste vida diaria, correr para buscar nuevas emociones y sensaciones que parecen nunca llegar a pesar de la espera, y esta vez era Yo quien se movía y no aguardaba…. Mis piernas dijeron basta unos 3 kilómetros antes del puente del “ajolí”, me desplazaba lenta y pausadamente, casi era posible observar todo detalle de la naturaleza que me rodeaba y el escudo que mi espíritu había fabricado para esta travesía empezaba a resquebrajarse desde el centro hacia los extremos, dejando mi rendición a merced de los caminos. Sin embargo, el Sol empezaba a elevarse sobre el manto azul del cielo, regalándome la energía necesaria para afrontar con fe infinita lo poco que me quedaba; el dolor en los músculos parecía remitir y las fuerzas volvían para estos últimos metros. Al fin, el puente era avistable en la distancia, y mi Padre en esta prueba, Pretoriano “Rafa Iza”, me estaba esperando para devolverme a la reunificación con los demás integrantes de la guardia pretoriana, que esperaban nuestra llegada para poder degustar un buen desayuno reparador y comentar con risas por doquier nuestra aventura de “perdidos en las vaquerizas”.


Ya en el coche de vuelta a Sevilla, el cansancio hizo cerrar mis ojos sin dejar de recordar por un instante la extraordinaria y única experiencia que tuve la oportunidad de vivir en las últimas 14 horas. Cada detalle, por simple que fuese, quedaría grabado en mi mente durante mucho, mucho tiempo. Por una vez, sentí que no es necesario someterse a una aburrida rutina de entrenamientos monótonos que desemboquen en una competición al límite buscando mejorar en 1 segundo la anterior hecha para reconfortarse en el esfuerzo realizado. Por una vez, aprendí que el mayor de los retos es llegar al final de cada aventura y no quedarse en el camino, y por una vez, fui consciente que a todos nos darán lo mismo al cruzar la meta y el tiempo formará parte del olvido más absoluto que el tiempo con su correr devora.

¡Que los dioses guarden a estos pretorianos durante todo el tiempo del mundo! Puede que la historia moderna no hable de ellos en sus libros, pero un estilo de vida moderno no podría comprenderse sin compartir con ellos alguna de sus aventuras, y estoy convencido que esta sólo ha sido el principio de una larga batalla de las Galias de la contemporaneidad.

Víctor M. Ramírez Baeza

1 comentario:

Plum Tachimowsky dijo...

Y que los dioses te guarden a ti también por mucho tiempo, amigo Victor
Estupendo relato y espero que no se el último ni tampoco se la última aventura juntos
Salud, fuerza y honor. Plum